Estábamos en la azotea, me presentan a un sujeto por mera cortesía, él me preguntó cuántos años tenía y cuando dije 22 me respondió: eres una bebita. A eso le contesté sin pensar: sí, pero no soy tan niña. Para mi sorpresa esa respuesta no era para la audiencia sino para mis adentros.
Ese no soy tan niña retumbó dentro de mí, me cortó el pecho con un cuchillo de cocina afilado, no lo podía creer, yo misma me estaba rebanando la vida. Fueron mis labios, mis palabras, mi estrategia. Era yo, pero contra mi.
No volví a prestar atención a lo que decían, me quedé en ese no soy tan niña que logró hacerme revivir, pero no para llorar sino para reelaborar, esas palabras me hacían libre.
No sé por qué pero desde que tengo memoria en todos los espacios a los que llego toman por costumbre colocarle a mi nombre el sufijo ita, he aprendido a vivir con eso, siempre me ha llamado la atención pero por ahora no me molesta. Esa noche en la azotea me di cuenta que mi sonrisa, alegrías y sueños ya habían logrado probar muchas veces la sazón de la amargura.
Me di cuenta en ese preciso instante que mi paladar ya sabía distinguir el odio de la rabia, el dolor de la tristeza y la soledad de la agonía. Mi no soy tan niña, se sentía como plomo, frío y pesado. Pero en realidad me estaba estrenando como alquimista.
Quítame el ita de una vez! no soy tan niña, hace rato que se hacer alquimia de la vida!
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